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¿Cómo podía sentirse un hombre de la vieja Europa del Siglo XIV en medio de la pandemia ocasionada por la Peste Negra? Uno apenas puede imaginarse el horror de la muerte, deambulando de casa en casa. Dicen que, para los hombres de aquel tiempo, la imagen de la muerte formaba parte de la cotidianidad. Los cadáveres eran quemados en grandes hogueras, enterrados en fosas comunes o depositados en los ríos, con la esperanza, no siempre materializada, de que la corriente los arrastrase lejos y los depositara “donde habita el olvido”.

Uno puede imaginarse las casas vacías, la gente abandonando la fe, con sus pasos famélicos y temerosos en medio de la incertidumbre, dirigiéndose a ninguna parte. Hay momentos en los que la humanidad parece encontrarse al borde de un abismo.

Era poco lo que los médicos de la peste podían hacer para aliviar a los enfermos. Vestidos con sus largos trajes de cuero y sus extrañas máscaras intentaban aliviar el dolor de los enfermos. Las máscaras cubrían la totalidad de sus rostros, con un largo pico de pájaro que era rellenado con hierbas aromáticas con las que se intentaba evitar inhalar los vapores que se asociaba con la enfermedad, los ojos iban cubiertos con lentes, las manos enguantadas y el sombrero inevitable. Llevaban además un bastón que utilizaban para auscultar a los enfermos sin tocarlos.

 

La Danza de la Muerte

 

El horror fue inmortalizado por los artistas de la época a través de las llamadas Danzas de la Muerte. Una especie de genero artístico que surgió en medio de aquella terrible enfermedad. Se dice que las primeras manifestaciones, en forma de frescos, fueron pintadas en Alemania bajo la creencia de que los muertos salían de sus tumbas en las noches y danzaban a la espera de las nuevas víctimas. En cierta interpretación, se trata de una representación de la muerte victoriosa sobre la frágil naturaleza humana que terminará siempre doblegándose ante ella. Los hombres obligados a bailar al ritmo de los instrumentos musicales que son magistralmente interpretados por esqueletos que acompañan a las víctimas y las reciben entre ellos. Así, la muerte nos iguala.

En aquella interpretación no importa el lugar que cada uno ocupase en la escala social, todos somos iguales ante el inevitable destino común que nos aguarda y al cual nos dirigimos sin poder evitarlo, como aquellos niños que caminan siguiendo el embrujo melodioso del flautista de Hammelin. En las Danzas, la muerte se presenta como una gran fiesta a la cual todos estamos invitados, y compartimos en el mismo plano. La idea me recuerda aquella Fiesta que nos canta Serrat en la cual todos los habitantes del pueblo terminan celebrando juntos olvidándose de sus deudas, sus diferencias y sus contradicciones.

 

Cacería de brujas y cambios sociales

 

La peste terminó generando profundas transformaciones sociales. La escasez de mano de obra para labrar la tierra transformó las relaciones sociales, las ciudades se fueron transformado en burgos y muchos señores feudales se vieron obligados a tomar el arado para surcar la tierra y sembrar la semilla. La iglesia aprovechó para evangelizar y amenazar a los pecadores con la ira divina mientras más de un tercio de la población europea era exterminada por una enfermedad que era difícil de atender, o siquiera explicar por la ciencia médica de aquella época en la cual todavía se cazaban brujas. La muerte tenía para aquellos hombres un carácter cercano, era común encontrarse algún cadáver en descomposición en las calles. No fue sino hasta bien entrada la Edad Media, cuando empiezan a organizarse su recolección sistemática. En algunos casos la superchería confundía los brotes de la enfermedad con actos de brujería, en otros, se acusaba a los judíos de ser los causantes al haber envenenado las aguas comunes, en la mayoría de los casos se hacia referencia a la llegada del Apocalipsis. Todo esto sin que se dieran cuenta, los hombres de aquel tiempo, que las condiciones sanitarias favorecían la reproducción de las ratas que eran los principales factores de propagación de la enfermedad.

 

COVID-19: Tiempo presente

 

Para nosotros, la gente de este tiempo, la muerte tiene un carácter mucho más lejano. Los adelantos sanitarios y los avances médicos han hecho nuestra vida mucho más confortable y longeva. Convivimos con la muerte, pero la sentimos ajena hasta que nos toca de cerca. Creo que con el paso de los años nos vamos acostumbrando a ella, hasta que eventualmente estamos listos para irnos, para emprender ese último viaje que nos espera. Quizás por eso mismo esta epidemia que hemos vivido en los últimos meses, nos ha tocado de una manera tan particular.

La noticia de los cadáveres que eran abandonados hace unos meses en las calles de Guayaquil nos parecía espantoso, no menos la idea de gente que podía morir por un fallo respiratorio ocasionado por virus microscópico y mortal. Es claro que la muerte siempre deja un vacío. Siempre recuerdo la sensación de desolación que causó en mí, por ejemplo, la partida de mi padre a pesar de haber muerto siendo un hombre muy viejo y por causas naturales.

Conozco alguna gente, cuyos abuelos murieron por causa del COVID-19 en casas de retiro sin la presencia de sus familiares, en aislamiento obligatorio y en total soledad. Es cierto que ante los más de 100 millones de personas que murieron entre 1.336 y 1.353 por causa de la peste negra en Europa, el millón de fallecidos por causa del COVID-19 parece una cifra menor. Pero no lo es. No lo es, porque tenemos la expectativa de que los adelantos médicos y tecnológicos deben ser capaces de proteger nuestra salud. No lo es, porque nuestra concepción de justicia incluye el derecho de vivir de manera saludable, desarrollarnos en nuestro entorno particular y alcanzar una vida que pueda ser considerada larga y plena.

 

La nueva normalidad

Es muy temprano para entrar a considerar las consecuencias de carácter social que la pandemia tendrá sobre nosotros, pero ya hay cosas que empezamos a entender como parte de nuestra cotidianidad. Me refiero, por ejemplo, al uso de mascarillas, la distancia social, la imposibilidad de encontrarnos en los conciertos o de ir al cine.

Hace poco recibí una llamada de la oficina de salud pública de la ciudad en la que vivo, a través de la cual se me informó que un niño había resultado positivo en el colegio de mi hijo y se me pedía que llevara al niño a hacerse el examen correspondiente, son gente seria los alemanes.

Pero, además, hay muchos más sistemas de control humano y territorial que impone más restricciones al ejercicio pleno de nuestra libertad. Nos encontramos ante un dilema crucial de la humanidad, el tener que escoger entre libertad y seguridad. Sobre esos temas se protesta y se discute sin cesar.

 Por lo pronto, me resigno y trato de seguir adelante, mientras acompaño el dolor de mi madrina cuyo hijo JQ de cuarenta y tres años, a quien yo trataba como primo, acaba de fallecer por COVID-19, en aquella Valencia de mis amores.

Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Columnista en The Wynwood Times:
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