“El pueblo era bucólico, casi mágico, tenía la estampa de esas viejas fotografías que amarran los recuerdos. Mas allá de los turistas que lo visitaban se trataba de un pueblo casi intacto, detenido en otro tiempo.”
Por Miguel Ángel Latouche.
Cuando fui a Chuao, tendría unos 20 años, fue una Semana Santa, la idea era disfrutar de las hermosas playas de la costa de Aragua y aprovechar para disfrutar de los ritos religiosos que se habían heredado del pasado colonial y que se guardaban celosamente en ese pequeño pueblo de difícil acceso. En aquellos tiempos había un pequeño camino culebrero por el cual podía accederse siempre y cuando se contase con la ayuda de algún baquiano de la zona, según nos dijeron era fácil perderse entre la inmensa selva que cubre la espalda de esa población. Decidimos, como la mayoría, hacer la travesía en lancha desde Choroní. Los hombres recogían a los pasajeros a orilla de playa y los llevaban en sus peñeros surcando el mar picado a alta velocidad y siguiendo la línea de la costa, un paisaje exuberante que disfrutábamos. Las gaviotas se lanzaban, certeras, al agua buscando su botín acuático mientras algún gracioso hacia un mal chiste sobre tiburones y naufragios.
En aquel tiempo era fácil sentirse impresionado. Mientras más se vive más se ve y la verdad yo, en aquel entonces, había vivido poco. No soy un hombre de mar. La verdad mi vida ha transcurrido, sobre todo, entre el llano y la ciudad. Sin embargo, la experiencia de la navegación siempre me conmueve. Recuerdo que el aire y el salitre golpeaban sobre mi cara mientras el agua profunda, que no tiene agarradero –según dicen en mi pueblo– escondía sus secretos infinitos. Nuestro viaje duraría poco menos de una hora al cabo de la cual la lancha entraríamos en una inmensa ensenada dejándonos llevar por la corriente hasta atracar en la costa. Me quité los zapatos y me arremangué el pantalón, era inevitable entrar al agua para desembarcar. Nos encontramos con una larga costa de arenas blanquísimas y llena de turistas, en esa época aun nos visitaban, uno podía escuchar la mezcla de varios idiomas confundiéndose con el ruido de las olas. Al otro extremo podía divisarse un pequeño puerto de pescadores desde el cual algunos niños de la zona jugaban despreocupadamente lanzándose al mar.
Acampamos en la playa, habíamos llevado una carpa y bolsas de dormir. Disfrutamos de la playa por el resto del día, al caer la noche la montaña que estaba a nuestra espalda parecía cubrirnos con un halo sombrío que combatíamos con una pequeña fogata a cuyo alrededor nos reunimos a contar cuentos de piratas, corsarios y exploradores hasta caer vencidos por la media noche. Dormimos tirados en el suelo, la arena, indiscreta, se guarecía en todas partes picándonos la piel sin que nos importara demasiado –“juventud divino tesoro”–. Al día siguiente la faena empezó temprano, los pescadores preparaban, desde la madrugada, sus tristes redes solitarias para lanzarlas sobre los ojos oceánicos de un mar dispuesto a recibirlas. Al cabo de un rato, entre los ritos del café, las embarcaciones zarpaban para internarse en las trazas del azul que se proyectaba desde el horizonte. Los marineros entienden al mar con el alma.
Al rato emprendimos marcha tierra adentro. Contrariamente a lo que me imaginaba, Chuao no se encuentra a orillas de la costa, sino varios kilómetros dentro de la espesura. Caminamos largo siguiendo un camino bien definido que iba, a ratos, paralelo al rio, un verde primitivo, casi virginal, lo dominaba todo, el paisaje solo era interrumpido por el paso de otros caminantes o por el paso eventual de un viejo volteo cargado de gentes, animales y mercancías. Entre el cansancio empezaron a divisarse las primeras casas bajitas y pintadas de blanco cal. El pueblo era bucólico, casi mágico, tenía la estampa de esas viejas fotografías que amarran los recuerdos. Mas allá de los turistas que lo visitaban se trataba de un pueblo casi intacto, detenido en otro tiempo. El silencio era roto por el sonido de alguna emisora de radio AM, o algún perro que ladraba en la distancia. Recorrimos las angostas calles hasta llegar al centro, allí compramos una deliciosa mezcla de cacao sin refinar y tomamos chocolate caliente. Sin duda se trata del mejor cacao del mundo.
De Chuao me asombraron muchas cosas: su anclaje al pasado, su ambiente misterioso y lleno de un misticismo natural, autóctono, bañando por lo Real Maravilloso que a ratos evoca para mi a aquel Macondo previo a la llegada de Melquiades y los suyos. Claro que mi visión está idealizada, escribo desde el recuerdo del muchacho que hace mucho dejé de ser, escribo desde quien soy ahora, desde la experiencia de los años que han pasado, vivimos en una constante transformación mediada por nuestros aprendizajes y es que, a fin de cuentas, venimos a esta vida a aprender, de allí que sea tan importante aprovechar el tiempo que nos sea concedido. Además, es claro que los pueblos revelan su identidad a quienes los habitan y, la verdad sea dicha, yo no tuve la oportunidad de hacerlo. Los pueblos no revelan sus secretos a quienes vamos de paso. Hay olores, sabores, tradiciones que solo pueden ser conocidos y apreciados por sus habitantes, por quienes están allí a diario. Son ellos los que conocen las historias pequeñas y las resguardan.
En Chuao se siembra cacao por lo menos desde hace 400 años. Nació alrededor de una Hacienda que traía esclavos desde África y los obligaba a trabajar en los sembradíos, recolección y procesamiento del cacao bajo la mirada férrea de los hacendados, encomenderos y capataces. Quizás Chuao sea una de las pocas poblaciones del país cuya población desciende directamente de aquel grupo humano que fue sembrado en contra de su voluntad en esas tierras y subyugados para satisfacer el paladar europeo de aquellos días oscuros para la humanidad. Allí reposa una cruz negra clavada en el suelo desde hace casi cuatro siglos. Cuentan los pobladores que cuando un negro se iba buscando la libertad en el monte, era perseguido hasta el cansancio por sus amos y sus acólitos, si lograba escapar se convertía en cimarrón, los mismos que posteriormente formaron las cimarroneras que vivían una vida aparte y más o menos autónomas apartados del mundo español. Si por el contrario no podían escabullirse lejos de la hacienda, tenían la opción de correr hasta llegar a la Cruz del perdón para abrazarse a ella y pedir clemencia, la cual era, por lo general otorgada a condición de que la cruz fuese alcanzada por el renegado, en caso de no hacerlo seria sometido a castigos ejemplarizantes que le costarían la vida.
Antes de regresar pasamos por la pequeña iglesia de la Inmaculada Concepción de Chuao, fundada a finales del siglo XVIII. Llama la atención la presencia de un enorme patio de trabajo ubicado justo frente a la entrada principal del templo. Este era utilizado para secar el café antes de su procesamiento y es interesante observar los simbolismos implícitos. Trabajo y fe conjugados en un mismo espacio, lo que es equivalente a decir que la fe era utilizada como un elemento de justificación del trabajo esclavo, una relación en la cual el trabajo era utilizado como un elemento para la salvación del alma. La espada y la cruz como mecanismos de dominación. En fin, esas fueron las impresiones que me causó aquella lejana visita a un pueblo que ahora solo vive en mi imaginación. Quiero decir, sé que escribo acerca de un pueblo que ha dejado de ser aquello que vive en mi recuerdo. Cada nuevo acercamiento a un objeto, cualquiera que sea genera un cambio en el objeto tanto como en nosotros mismos.
Chuao es, sin dudas, un pueblo que ha cambiado. Confieso que a mí en lo particular me causó desasosiego aquella imagen en la cual un pescador usaba armas de fuego y amenazas para defender una revolución que lo reprime y lo suprime como ciudadano, no porque uno no deba defender a su patria si así lo considera, sino por el uso propagandístico del hecho y su justificación política. Debo decir que en aquel pueblo que recuerdo no había pescadores militantes de causas ideológicas, o al menos eran invisibles. A ratos, y desde la distancia, me convenzo de que he dejado de entender a mi país, que me habita el desarraigo. Chuao era un sitio maravilloso al que juré volver algún día, hoy sé que se trata de un no-lugar al cual nunca podré regresar. Una de las cosas terribles del exilio es que uno va perdiendo sus lugares.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
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