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Por Miguel Ángel Latouche.

Decía Borges en una entrevista memorable —me refiero, claro, a Jorge Luis, que es, a fin de cuentas, el único Borges que, en realidad, vale la pena mencionar— que la vejez era buena porque “el animal ya había muerto, o casi”. A mí siempre me asombró la sabiduría vital de mi padre que murió siendo un hombre viejo, su capacidad de ver las cosas en perspectiva desde la experiencia de sus años que fueron muchos. De Borges guardo sus libros y alguna imagen del viejo sabio caminando sostenido con el bastón que nos augura la esfinge de Edipo como compañero de nuestros años tardíos, su mirada perdida —la ceguera lo acompañó durante años— como la de Homero, no evitó que sus muchas lecturas, y sus reflexiones sobre nuestro quehacer literario y humano se desplegaran y llegaran hasta la humanidad toda. Puedo imaginarlo recorriendo bibliotecas y recorriendo páginas en busca del Aleph.

De mi padre guardo muchos recuerdos y un montón de infinitos consejos imprescindibles. En mi caso ambos forman parte, por razones distintas —claro— de mi álbum de personajes inolvidables. Con mi padre descubrí la vida. Desde mis primeros pasos hasta mi primera madurez me acompañó. Borges me llevó a un mundo fantástico lleno de laberintos, entuertos, bibliotecas y muchos libros.

Con mi padre viví el asombro de verlo envejecer lentamente a lo largo de los muchos años compartidos. Siempre me turbó ver a aquel hombre fuerte que conocí siendo niño convertirse en un anciano frágil, de movimiento lento y manos temblorosas, que siempre tuvo tanto amor que darles a todos sus hijos. A Borges me lo encontré por casualidad en los 80s en algún artículo de El Nacional, cuando ya él era viejo.

Es interesante que, en general, la imagen que guardamos del Maestro es la del pensador anciano que dictaba conferencias y vivía en Ginebra, junto a María Kodama. Allí escribía poemas y, como él mismo decía, se apagaba lentamente, sin haber ganado un Premio Nobel que, sin duda, merecía. A mi Borges, al Borges que me pertenece, lo guardo en mi biblioteca y lo consulto con frecuencia, a veces nos perdemos juntos entre caminos bifurcados o descubrimos los dones que se esconden entre los libros y las noches. Ambos personajes, mis personajes, me acompañan en la distancia en la que vivo mis propios días y mis muchas noches.  

Con mi padre me sentaba debajo de los semerucos y los nísperos, que en aquel entonces poblaban el patio de mi casa de la niñez. Una casa grande con un inmenso patio por el que corríamos sin descanso e inventábamos historias de piratas, hacíamos campamentos o jugábamos beisbol. Nos sentábamos durante horas mientras el viejo contaba historias de un país que me parecía lejano, casi inconcebible. Un mundo rural de caminos de tierra, sembrado de paludismo, en el cual Caracas quedaba en el fin del mundo. Yo no era más que un niño del centro del país ávido de descubrir el mundo; tuve la suerte de curtirme de aquellas historias que pululaban en la realidad semirural de aquellos tiempos lejanos en los que aún se escribía a máquina, una pesada Olivetti que marcaba las hojas con sus dientes y se ‘trancaba’ con cierta frecuencia, y la internet no nos había invadido, aunque hay quien dice que Borges ya la había soñado.

En aquel entonces había tiempo para otro tipo de reflexión, quizás más pausada, y para escuchar esas historias, llenas de lo Real Maravilloso, que contaban los más viejos. Yo viví la llegada de Melquiades y su circo de maravillas antes de leer Cien Años de Soledad.  Mi generación, quizás sea la última que se benefició de esa conversación pausada llena de relatos maravillosos. A Borges lo leí sin entenderlo. No era un autor común entre la gente con la cual me relacionaba entonces que estaba mucho mas acostumbrada a leer a Gallegos o a Andrés Eloy Blanco, quizás a Uslar Pietri.  Tuve la suerte de encontrar un tomo de cuentos de Gauchos, ya en aquel entonces había leído Don Segundo Sombra, que me interesó y en el cual se encontraba algún cuento de Borges que me maravilló.

Desde allí empecé a buscarlo, no era fácil, en mi pueblo había dos librerías escolares con una oferta literaria bastante limitada pero suficiente para mi pequeño pueblo. La librería de la plaza regentada por un viejo español malhumorado cuyo acento asombraba, yo no había salido mucho de mi pueblo. Él había escapado de aquella España de la Guerra Civil y se decía que había visto acción durante un tiempo cuando era un joven republicano y la librería de Don Urpin, un viejo dicharachero que gustaba deleitar a la gente contando anécdotas y proporcionado curiosos datos científicos y era considerado uno de los hombres más cultos del pueblo, según recuerdo. La biblioteca, por otra parte, era más bien pobre, se resistía a cerrar las puertas ante la desidia de las autoridades escolares y gracias al esfuerzo de los bibliotecarios.

Compré mi primer Borges en una vieja librería, de estantería abierta, en el centro de Valencia; íbamos allí con cierta frecuencia, los sábados preferiblemente. Mi viejo tenía un pequeño comercio en el pueblo y necesitaba comprar algunos productos para surtir el negocio. Le pedí entrar a aquel viejo edificio lleno de libros y juntos recorrimos las estanterías. Él terminó comprando Mecánica Popular, uno de sus hobbies era reparar cosas, o al menos intentarlo, mientras que yo me llevaba, victorioso, un tomo usado de Ficciones que empecé a leer en el camino de regreso, mientras mi padre manejaba silencioso nuestra Wagoneer azul. A ambos, a mi padre y a Borges, los empecé a entender muchos años después. Luego de haberlo cuestionado muchas veces, terminé reconociendo que papá tenía razón en mucho de lo que decía.

Borges me mostró ese universo maravilloso que desarrolló, aunque confieso que aun no he entrado en Tlön, el camino es intrincado y el significado profundo, Platón se esconde entre las calles de esa ciudad fantástica que juega a ser real. Pero “el pasado es arcilla”, diría el viejo sabio ciego. La arcilla, entonces, va quedando a lo largo de nuestra historia, para ser amasada por el tiempo que de largo tienen de nuestras vidas y con la cual vamos convirtiéndonos, parafraseando a Uslar Pietri, en los hombres que vamos siendo.  El tiempo pasa sin que nos demos cuenta, de allí la necesidad de aprovecharlo a diario, Carpe Diem. Se trata, según Otrova Gomas, del único recurso natural verdaderamente no renovable. Hoy me descubro con un hijo de 13 años, viudo y lejos, viviendo con las huellas de los años transcurridos. No camino con bastón, ni ha muerto aun el animal, pero ciertamente, nosotros los de entonces ya no somos los mismos.

 Ando fuera de casa, en el tiempo y en la distancia que me ha tocado en mi propia circunstancia. En algún momento dejé de ser un muchacho de pueblo que buscaba suerte en la Caracas de mis amores que extraño a diario. Cambié el Caribe por el Báltico, el cantar de los gallos al amanecer por el bullicio de las gaviotas y la vieja arquitectura modernista de nuestra capital por los edificios Hanseáticos de finales de la época medieval.  Cambié a mi pequeño y desconocido pueblo de la infancia, Tinaquillo, por Rostock, una ciudad de 800 años con una profunda tradición germánica. La vida toda es un descubrimiento, creo que al final venimos acá para construir un aprendizaje vital que nos conforta el alma y llena nuestras habitaciones. Nos escribimos a diario, somos una historia sin desperdicios que siempre vale la pena relatar.

Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Columnista en The Wynwood Times:
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