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Por Miguel Ángel Latouche.

Me ha costado mucho sentarme a escribir esta nota. Ya son más de dos semanas de cuarentena y aunque en Alemania las cosas no han estado tan rudas, la distancia social ha empezado a socavar mi buen juicio. Los Hombres, así en genérico y con mayúscula estamos hechos para vivir en sociedad, nuestra identidad se construye en la interacción con los demás y en tanto que somos parte de un grupo social al cual pertenecemos de pleno derecho. Esto es con capacidad para emitir opinión, recabar información y tomar decisiones, o, simplemente, en tanto que sujetos que conversamos con otros, intercambiamos puntos de vista y nos interrelacionamos con otras personas. El comportamiento moral es, a fin de cuentas, un comportamiento colectivo. Robinson Crusoe no tenía necesidad de mantener una conducta civilizada ante los eventos que le tocó enfrentar en su isla solitaria. No era necesario conservar una medida del tiempo, ni establecer horarios, ni observar normas. Un hombre en solitario pierde una parte de su humanidad. En realidad, Robinson jugó un Juego en Contra de la Naturaleza, cuyo único propósito era el de sobrevivir a todo costo.

Uno puede ser severo con uno mismo; riguroso incluso en lo que se refiere al comportamiento que observamos cuando estamos solos con nosotros –ese difícil momento en el que nos vemos en el espejo y se devela la desnudez de nuestra alma con todas sus virtudes y falencias–, pero es en referencia a los demás que desarrollamos el tipo de comportamiento que nos permite integrarnos al conjunto de la sociedad, identificándonos en tanto que seres humanos. Somos en tanto que reconocemos la existencia de otros y su derecho a existir; en la medida en que los consideramos nuestros iguales y estamos dispuestos a establecer con ellos relaciones respetuosas.

Lo primero que sucede en la guerra, de hecho, es la deshumanización del contrario, su degradación. Al enemigo se le acusa de los males del mundo, su acción se considera perversa y malvada. La propaganda intenta desnudar al otro, mostrarlo como un salvaje que daña. Los griegos y los romanos consideraban que sus enemigos eran bárbaros, que pertenecían a una cultura inferior. Los Nazis consideraban a los judíos como sujetos degradados. Durante la II Guerra Mundial los japoneses eran dibujados como ratones en las tiras cómicas estadounidenses.  Los esclavos tenían un color de piel distinta a la de sus amos y todo fenómeno de exclusión social, xenofobia u odio colectivo está fundamentado en la diferencia racial y/o cultural.

Quizás uno de los logros civilizatorios más importantes de la globalización sea, precisamente, el hecho de que el intercambio social ha reducido las distancias culturales entre nosotros. No solo existe mayor acceso a la información, sino que, además, existe la posibilidad de conocer de manera directa o a través de diversos medios sobre el quehacer de diversos pueblos, tradiciones y civilizaciones enteras. Eso nos acerca en tanto que miembros de la comunidad humana. Nos toca aprovechar las ventanas de las que disponemos y aprestarnos a escuchar a los demás en un plano de igualdad y con absoluta empatía. Estoy seguro de que esa disposición nos hará descubrir las historias más apasionantes, los sueños y las expectativas de gente, que al igual que nosotros, desea vivir una vida mejor. Yo he descubierto, en los últimos años una inmensa riqueza cultural en la genta más diversa. Me he deleitado con hermosas melodías africanas o asiáticas, escuchado historias orientales, entendido las angustias que viven quienes cruzan el Mediterráneo en un bote de goma, de quienes se salvaron de ser traficados en los mercados de esclavos de Libia o de quienes lucharon en contra de Sendero Luminoso en el Perú o lucharon contra la tundra en Siberia.

Así me reconozco como parte de un colectivo que me da identidad y me referencia permitiéndome contar mis propias historias. La vivencia que construimos nos pertenece a todos sin excepción, no como metáfora sino en tanto que sujetos concretos con el derecho de ser escuchados y a quienes debe garantizársele un rango de oportunidades de realización además de algún grado de protección de su individualidad, de su salud y su bienestar. Es terrible ver los estragos que la actual crisis ha causado sobre nosotros. Yo entiendo que la cuarentena es necesaria, quizás imprescindible, para salvaguardarnos. Pero confieso que me asusta que el miedo se imponga sobre nosotros y, al igual que en la época medieval, optemos por levantar muros que nos separen, que excluyamos a quienes tienes menos recursos y son más vulnerables, que gritemos al ritmo de “sálvese el que pueda” y que nos olvidemos de que en la mayoría de los casos para salvarnos a nosotros mismos es necesario salvar a los demás.

Las ciudades medievales cerraban las puertas a los desposeídos. Lo mismo parece estar pasando con miles de venezolanos que realizan, en muy malas condiciones, un viaje de regreso al país del que fueron obligados a salir. Es vergonzosa la manera como la alcaldesa de Bogotá expresó su rechazo a la presencia de nuestros connacionales en su ciudad, pero más aun lo son las manifestaciones de xenofobia en Perú, en Ecuador o en Panamá en contra de la presencia de venezolanos en esos países. Dejarnos ganar por el miedo no solo implica perder la libertad que nos ha garantizado la modernidad, más que eso representa un retroceso a tiempos oscuros en los cuales se orquestaban cacerías de brujas y se quemaban inocentes en las hogueras.

Me parece absurdo el ejercicio de buscar culpables, el hecho es que el Virus está acá y ha puesto en evidencia nuestras vulnerabilidades. Ni las fronteras, ni los muros son suficientes para detenerlo. Su presencia nos convoca a un esfuerzo común, a protegernos y a proteger a los demás a asumir nuestra ciudadanía de manera responsable y exigir el derecho a estar informados de manera apropiada sobre el desarrollo de la enfermedad y sobre los esfuerzos que se realizan para detenerla. Pero además debemos exigir que se nos garantice atención médica universal. Nadie que se suponga enfermo debe ser excluido –digo esto con amargura –. Mi amiga, una joven abogada venezolana acaba de morir víctima del virus. Hace poco más de una semana buscó, sin suerte, atención médica en el Jackson Hospital de Miami. La atendieron desde su vehículo casi sin permitir que se bajara del mismo, sin que mediara un examen exhaustivo, sin que le realizaran una prueba de despistaje y sin prescripción de medicamentos. Se había ido de Venezuela, como todos, buscando mejor suerte. Trabajaba realizando diversos servicios para alimentar a su hija de tres años. Regresó a su casa e intentó mejorar, solo para encontrarse con un deterioro sistemático de su salud. Días después regresó al hospital y dado su estado de salud fue ingresada. Su organismo no pudo resistir la enfermedad. Me cuentan que luchó valientemente hasta que su cuerpo cedió. Ahora será cremada sin que sus familiares puedan despedirla.

Son diversos los dramas humanos que vivimos en estos tiempos aciagos. Pero son tiempos que deben llamarnos a la reflexión y no al miedo. Necesitamos una nueva concepción de ciudadanía que se centre en el bienestar concebido colectivamente. No es justo que los más pobres paguen con sus vidas las ineficiencias del sistema, quizás debamos revisar con más cuidado nuestras necesidades de consumo, quizás necesitamos incluir más gente dentro procesos de redistribución de la riqueza más humanos. Debemos recordar que hablamos de gente y no de números, que la eficiencia de un modelo se mide por el impacto que causa en los individuos y no por los “números gruesos”. Se trata no solo de un problema técnico que implica la búsqueda de una vacuna o la compra de respiradores, en realidad es un problema humanístico que tiene que ver con la construcción de un espacio para la convivencia colectiva en el cual podamos realizarnos y ser felices todos. El COVID 19 nos ha puesto en crisis, nos ha colocado frente al espejo. Es terrible pensar en esa gente que convive con los cadáveres de sus seres queridos en Guayaquil o en una Nueva York desierta o en una España colapsada. Hemos visto el lado horrible de la globalización, nos ha golpeado duro. Toca definir la ruta a seguir, creo que la apuesta debe estar a favor de ser mucho más solidarios, mucho más humanos, mucho más conscientes. Nuestra tarea es la de entendernos como colectivo y redefinir los contenidos de nuestro acuerdo moral.

Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Columnista en The Wynwood Times:
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